sábado, 13 de octubre de 2007

LA RELACIÓN CON EL ADOLESCENTE

Como padre de hijos adolescentes, para no perder la paciencia, tengo que plantearme continuamente que la adolescencia es un periodo marcado por una serie de cambios en los sujetos que ocasionan de una forma natural el enfrentamiento con las figuras de autoridad. Los cambios físicos y el desarrollo psicológico motivan que el adolescente se perciba con fuerzas para afrontar situaciones sin la mediación del adulto y que no acepte fácilmente que se le impida acometerlas. Y, aquí surge el conflicto. Problemas menores como: qué ropa se tienen que poner, la apariencia física, el orden de su cuarto, la limpieza corporal, el uso del teléfono, la hora de levantarse... y, mayores como: rendimiento escolar, hora de vuelta a casa, uso del dinero, la relación con sus hermanos, amigos con los que se relacionan, disciplina... son los temas de discusión de todas las familias con hijos en estas edades.

Buscamos una receta magistral que solucione de raíz el problema y, si es posible, consiga que la solución sea del agrado de todos. No nos damos cuenta de que en cada problema se plantea un conflicto de intereses y que, para poder resolverse, es necesaria una negociación sustentada en una buena comunicación y en la autoridad, que no autoritarismo del adulto. Comunicarse bien, desde luego, requiere un buen entrenamiento. Lo curioso es que muchas veces los adultos somos capaces de escuchar, de recibir críticas, de hacerlas, de defender derechos e incluso de controlar nuestras emociones cuando los demás no opinan lo que nosotros. Somos hábiles en la comunicación con los otros, pero no la aplicamos con nuestros hijos adolescentes.

Cometemos el error de pensar que los muchachos ya son hábiles en la relación social y que son ellos los que <> y acceder, sin crítica alguna, a nuestros requerimientos. Estas situaciones hacen que en muchas ocasiones el adolescente, si no se comporta como quiere el adulto, sea percibido de una forma negativa, lo que provoca un continuo rechazo a cualquier planteamiento que hace. Lo mejor es no decirle inmediatamente SÍ o NO. Hay que darse un tiempo para pensar cuál es la respuesta apropiada, sin olvidar que el mal comportamiento no tiene nada que ver con la aceptación de la persona y con las decisiones que debamos adoptar. Los adolescentes se tienen que sentir queridos y apreciados. Los adultos que sólo ven conductas negativas, primero tienden a crear sentimientos de incomprensión y falta de afecto en los muchachos y, segundo, llegan a no aceptarles, invalidando cualquier relación. Hay que aprender a observar y a premiar los buenos comportamientos. Cuando hacen algo bien también hay que decírselo.

Aunque los adolescentes están necesitados de independencia, les da miedo afrontarla. Los padres y educadores tienden a tomar decisiones por ellos sin saber que esto les hace dependientes y que tal actitud genera hostilidad. Hay que posibilitar que los jóvenes se vean obligados a decidir en temas que les conciernen y, por lo tanto, que asuman las consecuencias para así favorecer un buen autoconcepto. De esta manera, también se contribuirá a la adquisición del respeto a la autoridad. Su confianza la podremos conseguir si a todo esto añadimos una actitud coherente y segura por nuestra parte, cumpliendo lo que prometemos y no prometiendo lo que no podemos cumplir, controlando nuestro estado de ánimo y siendo rigurosos pero justos.

Pedro Martínez