lunes, 26 de noviembre de 2007

¿POR QUÉ MENTIMOS?

Hace poco escuché a alguien que una persona no puede sobrevivir en este mundo diciendo siempre la verdad. Explicaba que, en algunas ocasiones, el decir lo que se piensa puede parecer descortés o insultante y que, en otras, el revelar las intenciones reales de una acción es un signo de inhabilidad en cualquier negociación y puede constituir la ruina laboral de un sujeto. Con estos argumentos identificaba el uso de la mentira como cualidad necesaria para la adaptación.

Estos comentarios no tienen en cuenta que socialmente ser un mentiroso no está bien visto y que incluso, en la niñez, los padres nos esforzamos en que nuestros hijos aprendan a ser sinceros y nunca mientan. Tampoco distinguen entre lo que significa el uso de la mentira -conducta inadaptada que denota inseguridad y miedo en el individuo- y la habilidad social de saber cuándo hay que utilizar la verdad y cuándo no sin tener que mentir. Y que, por supuesto, lejos de ser la mentira una necesidad adaptativa, puede contribuir a crear situaciones patológicas en la que los individuos llegan a creerse sus propias mentiras, situando a estas personas cerca de los comportamientos psicóticos, es decir, alejados de la realidad y de la sociedad.

Contribuir a que nuestros hijos no sean mentirosos es actuar desde la prevención. Esto significa, por una parte, que los padres y educadores debemos aprender a distinguir lo que es una mentira de lo que simplemente es una conducta evolutiva normal del niño. Por otra, se debe propiciar una educación que tenga como objetivo: el desarrollo de la autorregulación (aprender a afrontar problemas generando mecanismos emocionales resistentes a la frustración) y el desarrollo del auto concepto (tener confianza en las propias cualidades para resolver conflictos).

La mentira en los más pequeños debe entenderse como algo normal porque forma parte de su desarrollo. Un niño de entre tres a seis años no distingue la realidad de la fantasía. Todavía no sabe lo que es y lo significa la mentira y actúa sólo para complacer a sus padres. Por eso, si rompe o hace algo que pueda incomodar a sus progenitores, no dudará en negar la responsabilidad de esa acción negativa. A partir de los siete años ya es consciente de que miente y se siente mal cuando lo hace, incluso si no es descubierto. Utiliza la mentira para escapar de situaciones en las que preve el castigo, por eso, es más frecuente en los niños cuyos padres son más intransigentes o excesivamente severos. Los niños de 10 u 11 años tienen una idea clara de lo que significa la verdad. Si en estas edades se mantiene la mentira, será señal de falta de madurez e inseguridad. Si la mentira es muy frecuente, es muy posible que tenga algún problema emocional que requiera un especialista.

Los padres y los educadores somos modelos para nuestros hijos, por lo tanto, debemos evitar conductas que legalizan la mentira: no hay que mentir y menos delante de ellos. Tenemos que enseñarles la diferencia entre fantasía y realidad y entre mentira y verdad. Y, por supuesto, no hay que incitarles a que mientan preguntándoles continuamente por la causa de su mal comportamiento cuando sabemos que no nos lo van a decir.

En todo caso, siempre que transmitamos a nuestros hijos que la equivocación y el error no es catastrófico y que no conlleva castigo ni pérdida de afecto tendremos muchas posibilidades de que la mentira no sea utilizada por nuestros pequeños como mecanismo de defensa.